La casa del intercambio

El Uber me dejó en el Mega Balcones. La noche anterior vi el supermercado desde un turibús, y cerca de ahí, la Glorieta de la Paz, reconociendo de inmediato la zona donde estaba la casa que me acogió durante cinco meses en 2012.


Tenía cinco horas antes de que tuviera que estar en el aeropuerto, y para aprovecharlas emprendí la misión que había estado pensando desde que comencé el viaje en Mérida: visitar la casa donde viví cuando estuve de intercambio en esa ciudad y averiguar qué había pasado con Doña Preciosa, la dueña de la propiedad.


Llegué al supermercado como punto de partida. No recordaba la dirección exacta, pero confiaba en que mis recuerdos me harían llegar al domicilio. El Mega era el lugar donde surtía la despensa y desde donde regresaba caminando a casa.


Dentro del almacén todo estaba igual que hacía 5 años. Puestos de artesanías y mole oaxaqueño junto al estacionamiento, cajones automáticos de Santander y Banamex donde retiraba la mesada de mi beca ANUIES, rampas eléctricas hacia el segundo piso.


Entré a la tienda porque quería comprar agua y buscar unas especias que sólo ahí he visto. Encontré los frascos con una mezcla de pimienta y semillas de cilantro en el mismo estante donde se exhibían en 2012. Tomé dos frascos, sin saber cuándo volvería.


Todos somos unos viejos nostálgicos. Incluso nosotros, los millennials, que nos las damos de modernos y que repetimos #YOLO cada que podemos como si verdad nos lo creyéramos: en realidad, entré al supermercado porque quería sentir nostalgia. Y la encontré.


Me vi a mi mismo cinco años atrás comprando la primera despensa con Arlette, el mismo día de agosto que llegamos a la ciudad, imaginando cómo sería esa experiencia y sin sospechar que en la misma casa nos encontraríamos a Jessica y a Juan Miguel, también estudiantes del CUSur pero a quienes nunca habíamos visto en Ciudad Guzmán.


Me vi recorriendo los pasillos junto a Arlette, Jessica y Juan Miguel, maximizando recursos con dieta de arroz, pasta y Guten, y encontré a la carne ficticia en los mismos pasillos que cinco años atrás.


Pagué la cuenta y antes de salir vi en el mismo lugar la báscula que por cinco pesos te decía peso y talla. Me acordé que días antes de regresar a Jalisco acompañé a Arlette a pesar su maleta en esa báscula para tantear si todavía estaba en los límites del peso amparado por su equipaje documentado.


En los días que estuve de visita en Mérida, recorrí los lugares donde fui feliz. Encontré el mismo Oxxo cerca de la Catedral y el mismo negocio de quesadillas al otro lado. Cené gorditas de cochinita en el mismo negocio en la esquina del centro, y me sorprendí de que las cosas siguieran prácticamente iguales a pesar del tiempo transcurrido.


Todo era igual, excepto que todo era distinto.


Hace cinco años, era un alumno de Periodismo emocionado por iniciar su quinto semestre de estudios. Cuando llegué a Mérida, todavía tenía 19 años.


Ahora, visitaba la ciudad de vacaciones desde una perspectiva diferente y con 25 años cumplidos. Terminé mi carrera en 2014 y desde 2015 trabajo en un periódico nacional escribiendo sobre celulares, videojuegos y startups. Lo que apenas alcanzaba a soñar en ese entonces ahora está hecho realidad.


Salí del centro comercial con mis compras y caminé hacia mi ex casa guiado únicamente por mis memorias. Recordaba caminar hacia la izquierda del súper, luego cruzar la avenida y meterme por la primera calle hacia la colonia.


Redescubrí que la calle era la 29 y la colonia se llamaba Buenavista. Ahora sólo me faltaba seguir durante unas cuatro cuadras hasta llegar.


Comencé a preguntarme qué clase de escenario me esperaría. Tocaría el timbre, ¿y luego? No recordaba el nombre de Doña Preciosa, como para preguntar por ella si alguien desconocido me atendía en la puerta. Pero la recordaba a ella.


Era una mujer anciana y pequeñita. Tenía el pelo corto y un marcado acento yucateco. Tocaba el piano en las mañanas y tenía un par de alumnos a quienes daba clases. Le decíamos Doña Preciosa por la manera en que nos saludaba, siempre con su acento yucateco.


"Buen día, preciosos". "¿Cómo están, preciosos?" "¿Qué están cocinando, preciosos?" "¿Ya se van?, vaya biem, preciosos".


La manera en que Arlette y yo llegamos a vivir ahí nos sigue sorprendiendo. No sabemos cómo, pero Arlette recibió una llamada de su parte para ofrecernos su casa en el momento en que más desesperados estábamos por encontrar un lugar para vivir.


"Es una casa maravillosa, con seis recámaras y alberca", recuerdo oírla por el altavoz.


Desorientados, encontramos la casa y nos gustó. Estuvimos de acuerdo con el pago de 3 mil pesos por la habitación, que compartiríamos, y donde había dos camas matrimoniales. Después conocimos a Juanmi y Jessica y comenzó nuestra historia.


Visualicé la casa mientras me aproximaba a ella. Estaba en la esquina y tenía cuatro puertas: una por donde se entraba a la cocina, otra hacia el cuarto de Jessy y Juanmi, un portón en el patio y la puerta principal. No tenía reja ni cerca como otras casas vecinas, pero sí amplias banquetas con pasto. A la fecha, creo que es la mejor casa en la que me ha tocado vivir desde que comencé la aventura de vivir independiente en 2010.


Comparé mis recuerdos con los de las casas por las que iba pasando y entonces reconocí la que era la construcción de enfrente: una negocio de agua purificada y aires acondicionados. Enfrente debería estar la casa de Doña Preciosa. Sólo que no estaba.


En su lugar, había una casa nueva, moderna, angulosa y enorme. Blanca con negra, como de catálogo, con fuentes de agua y paredes de cristal, la impostora se alzaba orgullosa sobre la que también fuera mi casa. Mía y de mis amigos, mía y de Doña Preciosa.


Durante todo ese tiempo había estado ignorando una probabilidad. Antes de partir, nos enteramos que la señora quería vender la casa. Decía que salía muy caro mantenerla y que la renta de los cuartos no alcanzaba. Pero una vez la escuchamos discutir con uno de sus hijos. Parecía que en realidad, quien quería vender la casa era él. Le urgía.


Analicé la construcción desde afuera y vi una puerta entreabierta hacia el patio donde había unos albañiles. Seguí de largo por la calle con un montón de dudas en la cabeza. ¿Sí era esa la casa? ¿Me habría confundido? Y, sobre todo: ¿habría muerto Doña Preciosa?


Llegué la siguiente cuadra pensando que podía haberme equivocado de esquina, pero no. Pensé en irme de ahí en ese momento, pero no podía llamarme reportero sin al menos preguntar qué había pasado.


Me asomé por el patio y donde estuviera la alberca ahora había rocas y arena. Dije buenas tardes y salió un señor a atenderme. Le expliqué que hacía 5 años yo había vivido en la casa que había ahí, que rentaba uno de los cuartos de la señora y que como estaba de vacaciones, había querido ir a visitarla y ver cómo estaba. Que si no sabía qué había pasado.


El señor era trabajador de una constructora desde hacía 15 años. Dijo que la casa nueva tenía un año de haberse construido y que eran las oficinas de la empresa. Que el hijo de la señora había vendido la casa y los nuevos dueños habían decidido demolerla para hacer ahí la nueva construcción.


-Ni la alberca dejaron, yo pensé que me iba a poder bañar ahí, pero la enterraron-, dijo.


Me contó que la correspondencia de la señora seguía llegando a veces a la nueva casa. Que guardaban todas las cartas en un cajón. Que el hijo no había vuelto a aparecerse y que no sabía si la señora todavía vivía.


Le pareció triste que tiraran una casa que no estaba fea.


-Con mantenimiento y una pintadita, yo creo que la podían seguir rentando-, opinó. No sabía en cuánto la habían comprado sus patrones.


Me despedí. En mi mente se agolparon una centena de recuerdos.


La vez que hicimos una fiesta por mis 20 años en la alberca y se llenó de desconocidos que también iban de intercambio. Las noches de desvelos en el patio hablando de la vida y el futuro. La recámara de Jessy en la esquina de la propiedad, donde vivimos 10 personas a escondidas el último mes de la experiencia porque ya nos habíamos acabado los fondos de la beca. La cena de Navidad de 2012 antes de regresar a nuestras respectivas casas.


La vez que pisé en la noche a Doña Preciosa porque estaba en un pasillo haciendo yoga en la oscuridad. La vez que Doña Preciosa me contó su vida en la cocina. La vez que intentó darme clases de piano. Su piano. Sus muebles. Sus cuadros. Su perro, Cocsito.


Es increíble cómo 5 meses pudieron marcar de tantas formas distintas mi vida. Pero bastaron un par de decisiones y unas máquinas demoledoras para echar abajo todo rastro que pudimos dejar los habitantes de la casa, tanto lo temporales como quienes pasaron ahí tantos años de sus vidas. En cinco años, todo en Mérida parecía igual, pero la casa donde viví ya no estaba.


Caminé hacia la avenida cargando mi mochila. Agradecí a Mérida por lo dado cinco años atrás y también en el momento presente.


"Adiós, Doña Preciosa", pensé. "Donde quiera que esté".


Y le dediqué mis recuerdos.






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