Veladoras eléctricas



El sonido de los violines e instrumentos afinándose es en sí mismo, música. Aquella noche, la iglesia de la Virgen del Sagrario de Tamazula reverberaba con los ecos discordantes de violines, contrabajos, violonchelos, flautas y clarinetes. Eran una sinfonía improvisada tocada por una treintena de adolescentes nerviosos. 

Uno de ellos era yo.

Al fondo, en una esquina, a los pies de la escalinata del altar, estaba la versión de mí mismo de unos doce años. Pantalón negro, camisa blanca, zapatos negros y bufanda roja. También traía un gorrito rojo de fieltro. Era el primer concierto de mi vida, y el primero de todos los que esa noche de diciembre estaban hechos bolas con sus respectivos instrumentos, acomodando atriles y partichelas.

A mi lado estaba Ileana, la niña con la que compartía las percusiones. Nosotros no teníamos cuerdas qué estirar ni brea qué untar en los arcos de nuestros violines. Si acaso, apretar la tuerca del platillo un poco o jalar un poco más el entorchado de la tarola. Estaba ahí sentado, impaciente, escuchando al resto de los instrumentos siendo afinados, mis nervios en forma de sudor en mis manos heladas y flaquitas.

Enseguida de la orquesta acomodada se seguían las bancas, ocupadas por completo a lo largo y ancho del templo. El público eran nuestros familiares, pero también habitantes del pueblo. Estaban el presidente municipal y su esposa en primera fila, ansiosos por presumir que ellos sí invertían en cultura y que para muestra habían montado la primera orquesta infantil y juvenil del municipio. Pero no era su presencia la que me intimidaba. 

En alguna de las bancas estaban sentadas mi tía y mi abuelo. También estaba mi hermana, que tendría unos nueve años y llevaba un vestido bonito. Y estaba mi papá. 

Recuerdo estar en la secundaria y esperar ansioso esa junta de padres de familia en la que mi papá visitara mi escuela y entonces poder presentárselo a mis compañeros. Recuerdo las playeras amarillas de manga larga y letras azules del Cirque Du Solei que nos trajo a mi y a mi hermana cuando llegó de pronto a casa, para visitarnos por primera vez en años. Recuerdo mis ganas de contarle a todo el mundo que mi papá era cocinero en el Cirque Du Solei, se había hecho amigo de atletas de todo el mundo y había ido a Santa Cruz a vernos mientras el circo estaba de gira en Guadalajara. Recuerdo sentirme orgulloso de él por haberse rehabilitado.

Mi papá estaba esa noche en el templo. No le quedaban muchos días de vacaciones. Pero no importaba: iba a ser testigo de mi primer concierto.

A decir verdad, no podría decir cómo lucían sus rostros. No podría decir si mi tía estaba llorando, si mi hermana se estaba quedando dormida o si mi abuelo estaría con los ojos cerrados y el rostro ligeramente levantado, como ajustando sus oídos para compensar en sonido la experiencia que la ceguera le privaba. No podría decirlo porque desde mi rincón no los alcanzaba a ver. Estaba acompañado por ellos pero al mismo tiempo solo en lo que me esperaba en los siguientes momentos.

Traía monedas en mi pantalón. No sé por qué, no sé de qué eran el cambio o si eran mi domingo, pero ahí estaban. Las sentía mientras estaba sentado impaciente. A mi lado izquierdo, sobre las escaleras del altar, había una de esas máquinas de velitas eléctricas. Uno ponía una moneda y se entendían tímidamente unas lucecitas led que eran como llamitas que tililaban para Dios. 

Recuerdo que me encomendé a la Virgen. Recuerdo mi fe de entonces transparente y pura. Saqué una moneda de cinco y la eché en la ranura. Una decena de velitas se encendió y me sentí entonces un poquito menos nervioso. Pero no se alcanzó a iluminar toda la fila, así que metí más dinero. Le pedí a la Virgen que me ayudara, le pedí que me quitara los nervios, que no me fuera a equivocar y que me ayudara a tocar los tambores como se suponía que tenía que hacerlo. Me sentía tan nervioso que pensaba que las baquetas se me iban a resbalar a mitad del Va, Pensiero y entonces iba a hacer quedar a toda la orquesta en vergüenza.

El Director hizo una pantomima de salir de escena para luego volver, inclinarse ante el público, recibir aplausos y después pararse sobre un estrado pequeñito de espaldas a la audiencia. Barrió con la mirada a cada uno de sus estudiantes músicos y entonces levantó los brazos, la batuta sostenida en su mano derecha. Comenzó el concierto. 

Afuera, la luna brillaba fría e iluminaba el pueblo cañero. Más tarde, el atrio se llenaría de risas y felicitaciones. Cenaríamos pozole. Me tomaría fotos con mi papá con la cámara de 35 milímetros que me trajo a regalar.

Esa noche le metí plegarias en forma de monedas a la máquina hasta que se me acabó el dinero. Eso pasó como a las tres canciones. Poco a poco, las lucecitas parpadeantes se fueron apagando.

Pero ya no estaba más nervioso.

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