Gente

Hoy, domingo 10 de octubre, llegué a la Ciudad Guzmán. Para empezar, tuve que caminar más de la cuenta. El urbano no pudo llegar al centro porque el centro de la ciudad estaba cerrado al tráfico. A decir verdad, fue algo que pocas veces se ve en una ciudad donde el bullicio, los automóviles y el vaivén de todos los días no permiten la relajación. Pero hoy, los autos fueron sustituidos por personas. Las calles del centro de la ciudad fueron transitadas por cientos, si no es que miles de personas. El jardín principal lucía atiborrado: gente, gente, gente y más gente. Por encima de las voces de las personas, se escuchaban canciones. Entonces, recordé: "ah, estamos en octubre, son las fiestas". Y sí, estamos en octubre. Y también es domingo. Y son las fiestas patronales. Esta combinación de fechas especiales, dió como resultado un día de fiesta. Cargado como iba con mi montón de tiliches, logré hacerme paso entre la muchedumbre, atravesé el jardín principal sin mucho esfuerzo, y de pronto, apareció frente a mi una muralla humana. Por la calle entre el jardín y la presidencia, estaba por pasar un desfile. El ambiente se tornó festivo, y así, avanzó por la calle una especie de banda-batucada interpretando "La Bamba", al tiempo que bailaban con alegría. Los aplausos de la gente, combinados con los chiflidos a las bellas damiselas y los gritos de emoción, inundaron el lugar de altos decibelios de felicidad. Después de la banda-batucada, continuó el desfile con pesados vehículos cargados de regalos y souvenirs para aventar a la gente. Pasaron frente a mis ojos camiones de refresqueras, de cerveceras, de discotecas y de bares, engalanados por las hermosas féminas que eran las encargadas de lanzar sonrisas y regalitos a todas personas que estiraban sus manos intentado obtener uno de esos preciados regalos consistentes en dulcecitos, vasos publicitarios, y chucherías. Con todo gusto me hubiera quedado observando aquel desfile, pero para alguien que iba cargando una maleta con ropa en la espalda, una mochila con libros colgando del brazo derecho, otra maleta con mi cámara en el brazo izquierdo, y una bolsita con el lunch que mi tía con todo su amor me elaboró sostenida con mi mano izquierda, el tiempo pierde su dimensión normal y con cada minuto que pasa el peso se va multiplicando y el cansancio termina por vencer la batalla contra la diversión. Aproveché la oportunidad en que una mujer y su hija se abrieron paso entre la gente, para colarme con ella y pasar entre dos coches integrantes del desfile que en ese momento se encontraban detenidos. Logré pasar, por fin, el caudaloso río del desfile, y penetrar en la muralla humana de juncos y lirios que como en todo buen río deben encontrarse. Avancé con calma desganada la cuadra y media que me separaba de mi casa, y por el camino pude ver que sólo unos cuantos cristianos permanecían aún en la misa que se celebraba en el Templo de la Merced, mientras afuera la fiesta se encontraba en todo su esplendor.
   Llegué, por fin, a mi casa. Abrí la puerta, descargué mis pesados equipajes y me dije: "Ya estoy en mi casa". 

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