60 años, toda una vida

En la esquina, observando el vaivén de las personas y el andar de los automóviles, se localiza un testigo mudo de la historia del pueblo de Vista Hermosa, donde cada tarde rebotan los balones y rechinan las bisagras de los columpios y los sube y baja, los dedos sudorosos resbalan del pasamanos y los pies inquietos suben hacia la resbaladilla. Se trata de “la canchita”, pequeño parque que alberga entre sus paredes de malla a los niños y jóvenes que con cariño nombran al lugar en el que se divierten.
Doña Lupe y Don José acaban de celebrar sus 60 años de casados. Con 11 hijos que les sobreviven, decenas de nietos y aún más bisnietos, los esposos han visto pasar los años mientras la historia de un pueblo se escribía. Con 80 y 90 años de edad respectivamente, Guadalupe Sevilla y José Santos guardan en su memoria los recuerdos de una vida pueblerina, donde el trabajo duro en el campo, la comida casera y las tortillas calientitas son cosas más importantes que la ropa de moda y las compras en los centros comerciales.
Dos temas totalmente diferentes, pero que guardan una estrecha relación.


La cancha de usos múltiples “Luis Donaldo Colosio Murrieta” fue inaugurada en el mes de marzo de 1995 durante el periodo del presidente municipal Julio Rafael Panduro Casillas y siendo delegado municipal Roberto de la Torre. Creada con la colaboración de ciudadanos de la localidad de Vista Hermosa en el municipio de Tamazula de Gordiano, el parque nació como un espacio de sano esparcimiento de niños y jóvenes de la comunidad.

Una tarde cualquiera, un niño camina por una empedrada calle rumbo a la canchita, con un balón bajo el brazo y muchos planes en su cabeza: jugar fútbol, esperar a sus amigos, pasearse un rato en los columpios, y pasado un rato, volver a su casa, luego de ir a la tienda a comprar el pan que le encargaron. Detrás de él, dos niñas pequeñas, agarradas de la mano, van sonriendo y platicando, imaginando el agradable momento que compartirán, jugando en el sube y baja, subiéndose en la resbaladilla y divirtiéndose en los columpios. En la entrada, Don José, sentado en una piedra, con la mirada perdida y acompañado de Chato, su fiel perrito. Los niños entran al parque, Don José cobra un peso a cada infante, y el solitario y abandonado parque cobra vida en un instante con las risas y diversiones de los chiquillos. Don José observa distraídamente a los visitantes, recoge alguna basurita del amarillo césped, y sus pensamientos viajan a través del tiempo y el espacio hacia otra época, en la que Vista Hermosa era apenas Santa Cruz, donde Doña Lupe era una muchacha joven y trabajadora, y él un joven ágil y fuerte; donde la Hacienda pululaba de actividad, y el trapiche humaba y daba señales de que el pueblo era un productor de azúcar, y el lugar en el que ahora se encuentra el parque en el que los niños se divierten era una huerta donde crecían árboles frutales y se sembraba café. 
     El tiempo avanza, implacable, y Don José vuelve a la realidad cuando los niños se despiden, los sonidos del ambiente se detienen y el sol se pone tras el Nevado de Colima. El anciano de 90 años cierra el cancel del parque, las oxidadas cadenas abrazan sus inservibles cerraduras y un viejo candado se afianza sobre sí mismo. Don José camina unos cuantos pasos, entra a su casa, donde Doña Lupe lo espera sentada en un sillón, viendo la novela, y la puerta de la casa de cierra guardando en su interior a sus inquilinos.
     Así es Don José. Así es Doña Lupe. Así es la canchita. Así es la vida sencilla de un matrimonio de 60 años de duración, que pasa sus días como vigilantes de un lugar donde los niños y los jóvenes pasan momentos de diversión, en un parque conocido como la canchita, en un pueblo llamado Vista Hermosa ubicado en un rinconcito de un planeta llamado Tierra. Pero las cosas no han sido siempre así. El tiempo retrocede y el color se pierde hacia una época de escala de grises y  tonos sepia. La historia de un matrimonio se escribe a través de la historia de un pueblo.


Sentada en una silla, con las manos entrecruzadas y la mirada serena, se encuentra una viejecita de cabello cano. Sus arrugas denotan experiencia; su figura, ternura; y su voz inspira confianza y tranquilidad. Su nombre, Guadalupe Sevilla Torres, mujer nacida en el año de 1932 y que ha pasado toda su vida en el pequeño pueblo de Vista Hermosa, o Santa Cruz, como ella lo conoció cuando era niña. Su madre era originaria de Colima y su padre de San Marcos, y la vida los llevó hasta el pueblo en que nació ella, junto con sus hermanos. De tres hermanas y cinco varones, sólo sobrevive ella. 
     El ambiente se torna apacible y sereno, y el mundo se detiene mientras Doña Lupe habla. Sus labios comienzan a articular historias del pasado. 
Niñez y juventud: el pasado del pueblo.
Nació y se crió en Vista Hermosa, en una época donde no había escuelas en el pueblo, la iglesia era apenas un tendido con petates y el lugar en el que ahora se encuentra el jardín principal era sólo un corral de vacas donde se celebraban jaripeos los domingos. Se dedicaba a ayudar a su mamá en los quehaceres domésticos, y le daban de gastar 2 centavos. Cuando ella era niña, la Hacienda estaba llena de actividad, y mucha gente trabajaba en el ingenio de producción de azúcar que se encontraba ahí, y compraban sus despensas en la tienda de raya. Los Lancaster, dueños de la Hacienda, eran también los dueños de gran parte del pueblo, y tenían huertas, casas y grandes terrenos.
     Doña Lupe, que en ese tiempo sólo era Guadalupe, y era una muchacha joven y guapa, conoció a Don José, quien sólo era José Santos, e iniciaron un bonito noviazgo por cartas, a la usanza de los tiempos. Entonces, se casó, cuando tenía 18 años de edad.
Matrimonio: pobreza y alegrías.
Doña Lupe tuvo 17 hijos y 4 abortos, actualmente le sobreviven 11. Con tantos hijos que alimentar, Doña Lupe asegura haber pasado por muchas necesidades y precariedades en su matrimonio. Don José trabajaba en el campo, en el corte de caña, como muchas personas lo siguen haciendo hasta el día de hoy. Sin formación escolar alguna, conseguir otro trabajo era prácticamente imposible. Aún así, en el corte de caña logró sacar adelante a su familia. De hecho, el ingenio premiaba a sus mejores cortadores, y Don José logró hacerse con 3 premios: el primero, de 50 pesos, bastó para que se compraran todos los materiales de construcción y se pagara la mano de obra para iniciar la construcción de la casa en la que actualmente viven. Claro que 50 pesos eran un dineral en aquellos tiempos. El segundo premio fue una plancha y una licuadora; y el tercer premio ropa especial de trabajo.
     Con un hijo bebé mientras otro venía en camino, la buena alimentación era algo de lo que poco se tuvo. Más de una vez, Doña Lupe tuvo que ingeniárselas para preparar la comida a base de tortillas duras con chile. La salud de la familia tampoco fue algo de presumir, y la mayoría de las veces había en casa dos o más enfermos. 5 hijos murieron siendo niños, debido a enfermedades que jamás conocieron. 
Hoy.
El viaje por el tiempo terminó. El presente se redimensiona en la sala de estar, el cuadro del Sagrado Corazón y la Virgen María vuelve a aparecer en la pared, una nieta que llora porque se cayó entra sollozando y la silueta de una anciana encorvada se dibuja sobre una silla de plástico verde. Ahí está: una mujer que celebró su cumpleaños número 80 el 16 de abril; una mujer que ha sobrevivido a dos infartos, uno hace 12 años, el segundo hace 3, y que ha padecido neumonía. Esa mujer, es la misma que me mira a los ojos, que me reconforta con su calidez y me envuelve en un sentimiento de ternura y afecto, de ése que se siente hacia los abuelos. Es la mujer que ya casi no puede comer, la que ya no tiene dientes pero se queja de dolores en las encías. La mujer que tiene artritis y necesita de los cuidados de otra persona para remediar sus necesidades más básicas. La que alguna vez fue joven y llena de energía, y que hoy contempla el mundo desde sus nublados ojos. La misma a la que mi mamá le compraba pozole, y la misma que organizó las posadas navideñas que tanto me gustaban. Esa mujer, la que se despide de mi con un "Dios te bendiga", y me agradece el tiempo que pasé a su lado, escuchando historias que nadie le pregunta, historias maravillosas, llenas de Historia.  


Historias de vida.
Afuera de su casa, sentado en una silla y entre plantas de ornato, se encuentra Don José. Sus gastados tímpanos le impiden escuchar con claridad los sonidos del mundo, y las risas de su nieto, quien se divierte jugando con Roxana, la alegre perrita blanca que lo acompaña. Así, frente a la canchita y con un apacible viento de primavera, Don José inicia su narración justo donde comienza su vida, en el Rancho de lo de Ovejo, municipio de Zapotiltic, en el mes de febrero de 1922. Es una tarde tranquila, y varios niños juegan ya en el parque, pero José Santos Barragán continúa contando que de niño, junto con su familia, se fue a vivir al rancho llamado Punta del Cerro, donde se crió. Pasados algunos años, emigró a El Cortijo, donde tomó clases con una maestra particular y aprendió a escribir su nombre. En el Cortijo se casó por primera vez, a los 19 años, y su rostro toma una actitud sombría al recordar que su esposa murió a los 2 años de casados, al dar a luz a su primer hijo, quien también murió a los pocos meses. Después, hablando de cosas menos dolorosas, Don José explica que su padre se fue a vivir a Ciudad Guzmán, donde trabajó. José Santos y un hermano continuaron viviendo en El Cortijo un tiempo hasta que se trasladaron a Vista Hermosa, donde conoció a Guadalupe, quien se convirtió en la compañera de su vida.
     El nieto de Don José continúa jugando, y ahora cuenta chistes, pero el anciano continúa concentrado, recordando la dura vida de recién casado, y la manera en que consiguió empleo cuidando el Rastro de la comunidad, teniendo a cambio una casa donde vivir junto con su familia. Recuerda también que sus hijos más grandes trabajaban para ayudar a sostener la numerosa familia, y con vergüenza y arrepentimiento confiesa que le gustaba, en sus palabras, "la tomadera", lo cual le impedía hacer rendir el dinero de su familia, y su tono de voz delata que siente pena por haberle causado tantas angustias a su trabajadora esposa, quien lavaba y planchaba ajeno para tener una entrada económica más. Su semblante cambia y con orgullo cuenta la manera en la que consiguió el terreno en el que fincó su casa, gracias a su esfuerzo como cortador de caña y sus bonificaciones recibidas. También recuerda, con tristeza, los momentos en que Guadalupe se enfermaba, y relata las diversas ocasiones que viajó con ella hasta Mazamitla con la finalidad de encontrar un doctor que pudiera sanar a su esposa. Luego, cambiando de tema, Don José narra la manera en que se las ingeniaba para llevar algo de comer a su familia, y agradece a los buenos amigos que lo ayudaron otorgándole sacos de maíz para que su esposa pudiera hacer las tortillas. El tiempo avanza y el sol comienza a ocultarse tras las montañas, pero don José contínua contando historias de la época Cristera, y de cómo la guerra amenazaba con irrumpir en el pequeño pueblo, atemorizando a toda la población.
     Su rostro se vuelve sereno y sus labios dibujan una leve sonrisa al preguntarle sobre la canchita. Don José platica la historia de una vieja huerta de café y mandarinas que fue abandonada con el tiempo, y de un proyecto del gobierno de crear un parque para la recreación de los niños. Como un padre orgulloso, José Santos presume los árboles que dan sombra a los juegos en donde los más pequeños se divierten, árboles que José plantó cuando el parque se construyó. Y así, después de 20 años, la canchita se convirtió en su vecino, lugar que guarda las risas y diversiones de varias generaciones. Después, Don José cuenta la manera en que fue invitado a cuidar del parque, y cómo lleva ejerciendo su labor desde aproximadamente 15 años, recibiendo 300 pesos mensuales.
     El cielo comienza a tomar un color purpúreo, y los últimos rayos de un sol agonizante se despiden en el horizonte, y el anciano empieza a hablar de su vida actual. Con 90 años, Don José goza de una salud estable, y sus únicos problemas visibles parecen ser la pérdida de los sentidos de la vista y del oído. José Santos se ve preocupado por la salud de su mujer, y su mayor anhelo es conseguir jubilación para que su esposa tenga acceso al seguro social. Aunque con 11 hijos vivientes, Don José y Doña Lupe reciben pocas visitas, y más poco aún es el apoyo económico de su parte, por lo que sobreviven con el apoyo de un programa de ayuda al adulto mayor que el gobierno federal les entrega cada mes a él y a su esposa. El nieto se despide del abuelo, un coche se aleja del lugar y los últimos niños abandonan la canchita. Las estrellas comienzan a brillar en el firmamento, y antes de despedirme, Don José me cuenta una historia de su niñez causante de la ausencia del dedo índice de su mano izquierda. Entre risas, José Santos cuenta una travesura con un cohete de batería, conseguido en las fiestas patronales del rancho en el que vivía, y la manera en que explotó en su mano cuando lo encendió. Después del susto y de la atención médica, José vivió toda su vida con el dedo perdido.


Pocas personas podrán imaginarse el pasado que existe detrás de las cosas. Pocas personas podrán imaginarse el pasado de las personas que están detrás de las cosas. Un parque esconde la historia de un matrimonio, que a su vez esconde la historia de un pueblo. Un aprendizaje, una lección de experiencia y también de humildad. Una llamada de atención a volver la mirada a nuestros ancianos, a sus historias, a su sabiduría y sus vivencias, y también un reclamo urgente, un grito desesperado de conservar nuestra cultura, nuestra Historia, y no dejar que se borre con el pasar de los años. Un cúmulo de recuerdos guardados en la mente de dos personas, personas que tienen toda una vida juntos, porque sí, 60 años, es toda una vida.

Comments

  1. Buena Buena.. nOmas hay un solo error jeje en lugar de decir "haber" dice "haner" en el Apartado
    Matrimonio : pobrezas y alegrias

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  2. woooo orale k vida la vd impresionante.. felicidades pepe

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