El Vaivén: Aprendiendo a ser machistas


Vengo de un pueblo como muchos otros: personas luchonas que trabajan por el día a día, que se enfrentan a la pobreza pero que buscan la forma de “hacer la luchita” para salir adelante. Tiene una placita donde los domingos los amigos se reúnen para dar la vuelta alrededor del kiosko y las jardineras, donde las familias salen a cenar y a caminar con sus hijos, donde los novios se sientan en las bancas de los rincones y los niños corren entre la gente mientras comen churritos y dulces. Pero mi pueblo tiene más cosas: hombres que trabajan en el campo, la construcción y el ganado; y mujeres que cuidan la casa, que cocinan, que lavan y hacen todos los quehaceres. Así funcionan las cosas, y así funcionaron hace cien años. Equilibrio.
                Todo se ve bonito mientras el equilibro está, porque las cosas que yo aprendí de mi padre él las aprendió de su padre, y su padre de su padre. Las cosas son como deben de ser, y no hay más. La niña le ayuda a su mamá en la cocina y le sirven el plato de comida a su hermano, que espera sentado a la mesa. El niño, desde chiquito, para “hacerse hombrecito”, va con el padre al trabajo, a las reuniones de los amigos, y presencia desde chistes vulgares hasta discusiones que terminan en peleas de borrachos. En la casa, el hombre se molesta si la mujer no tiene la comida hecha cuando él llega a casa, y la insulta si no ha hecho los quehaceres, y a veces le pega, de coraje porque algo no hizo de manera perfecta, o por celos o porque está borracho. El hombre suele mostrar su gusto por las tortillas de maíz hechas en casa, y la mujer debe consentirlo siempre. La mujer no deja que su hijo intervenga en los asuntos de la casa, pero su hija se convierte en su mano derecha en el cuidado de los hermanitos más pequeños, de la comida, de la ropa y los quehaceres. La hija, muchas veces, aún en la pubertad, se va de casa, creo que más harta de sus muchas responsabilidades que enamorada del adolescente con el que se fuga para vivir juntos, y ser padres a la edad de trece, catorce o quince años. Poco tiempo después, el hermano también se va de casa, y el ciclo inicia de nuevo. Pero es el equilibrio, y así es como deben ser las cosas.
                Así se aprende a ser machista, así se aprende a discriminar a los demás, así se aprende la violencia. Pero lo peor, es que todo eso, es “normal”. Es normal pegarle a tu esposa, es normal decirle joto al que siente afecto hacia alguien de su propio género. Es normal rechazar al que tiene un credo diferente al mío. Es normal tener muchas mujeres y ser todo un macho, así como es normal que una mujer que tenga muchos hombres sea señalada como indecente, fácil o simplemente, puta. Es normal aceptar los golpes, los insultos y las humillaciones. Por el contrario, quien no sigue la corriente, quien pone a cocinar a sus hijos hombres junto con las mujeres, quien decide como mujer sentirse igual de valiosa que los varones, quien, en el uso de su libertad, decide como hombre caminar de la mano por la plaza con su novio, es desde raro, inmoral o mala persona, hasta libertino, demente o degenerado. Porque lo normal no ve defectos, lo normal es la tradición, lo arraigado, lo que está bien, aunque pase por encima de los derechos más básicos de las personas.
                Aunque, a final de cuentas, lo normal es tan normal, y por ende, tan aceptado, que es difícil cuestionarlo o ponerlo en duda, y menos cuando se ha aprendido durante toda la vida. Supongo, que “los diferentes”, los “anormales”, lo son porque también aprendieron a serlo. Los habitantes de Medio Oriente ven como algo normal apedrear a la mujer que deshonre a su marido, los de Roma Antigua veían la homosexualidad como algo totalmente aceptado en la sociedad. Y en México, el machismo es normal, con todo lo que genera e implica. Tal vez yo ahora puedo ver de manera diferente las sociedades, porque en mi carrera he aprendido a cuestionar prácticamente todo, pero reconozco que si jamás hubiera salido de mi pueblo y hubiera tenido una historia de vida y familia diferente, consideraría normal (que lo normal no siempre adjetiva como bueno o malo algo, sino que es algo que no se juzga, un dogma inamovible) el machismo. No vería violencia ni discriminación, sólo pensaría que los hombres estamos para que las mujeres nos sirvan, porque así es como deben ser las cosas.
                Sólo es cuando se hace conciencia de la dignidad humana, del valor que todos tenemos y el respeto que todos merecemos, cuando pueden cuestionarse los más duros cimientos y aprendizajes sociales.  Porque por más que algo se vea como normal, si atenta contra los derechos humanos más indispensables, entonces, es algo que debe luchar por cambiarse.
                No puedo exigirle a usted, querido lector, que cambie su vida entera o sus costumbres si lo que es ahora es gran parte a lo que ha aprendido, pero sí que reflexione sobre el respeto y la dignidad que cada ser de este mundo, llámese planta u animal (y ahí entra el ser humano) merece, para tratar de mejorar cada día nuestras actitudes y dejar de lado, poco a poco, las que llevan a los humanos a su estancamiento, a su retroceso, y a su infelicidad.
                Porque tanto en una gran ciudad, como en un pueblo pequeño, todos, tenemos derecho al respeto, y más que eso, a ser felices.

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