Conciertos


Luces, multitudes, sudor, cerveza que vuela por los aires: música. Y ahí estás, parado, en el colectivo que forma parte de ese ritual semireligioso donde el fervor se vive y se siente cuando tu piel se eriza al sonar la canción que te estremece, cuando tu garganta falla al gritar a todo pulmón el coro del himno que sale de las bocas de cientos, de miles de personas que te rodean. Y al frente, tu banda favorita.

Durante mucho tiempo has pensado en lo que significa la palabra trascender. Esa pulsión humana, búsqueda por dejar huella, por no pasar desapercibido en el mundo, en la humanidad de miles de millones de personas que nacen y mueren por centenares a cada segundo.

Buscan trascender quienes crean emporios, empresas que hacen millones y cuyos productos o servicios son adquiridos por personas de todo un país o de diferentes partes del planeta. Buscan trascender, y lo consiguen, quienes hacen de sus profesiones una especie de neurona cuyos axones llegan lejos e impactan a muchas personas, desde médicos hasta políticos, para bien o para mal. Trascienden los que escriben, o al menos lo intentan, pero triunfan cuando a la luz de una lámpara u observando la lluvia una persona se acurruca con un libro en las manos, sumergidos en la historia e identificados con los personajes de una gran novela; o con las emociones encontradas al leer poesía.

Sin embargo, pocas cosas llegan a trascender más que las que hacen música. El artista libera una canción, lo mismo como parte de la presión de la disquera que lo hace publicar álbumes cada dos años, que como el que canta en el bar la composición que ideó una noche de despecho. El artista canta la canción, pero en ese momento deja de pertenecerle. Se convierte en parte del mundo, y se condena a rodar y rodar, como esa piedra en el camino que suele enseñar lo que significa el destino.

Las personas logran trascender en muchas maneras, pero quienes hacen música trascienden de una manera distinta, multitudinaria, religiosa y simultánea. Se convierten en parte de la vida de miles de personas, y sus canciones se plasman en las experiencias y en los sentimientos de quienes las escuchan en momentos específicos de sus vidas.

Así estás, en el concierto de tu cantante o banda favorita, sintiendo cada una de las notas y cantando todas las estrofas. Es la canción que escuchaste cuando te enamoraste por primera vez. Es la que escuchaste cuando se murió tu mejor amigo. Es la que escuchabas cuando hacías el amor. Es la que te acompañó en aquel viaje que decidiste hacer por tu propia cuenta y sin acompañantes. Ahí está, como parte de tu soundtrack personal, como un tatuaje involuntario plasmado con una tinta indeleble.

Y al escuchar a todas las personas cantar, en su lengua materna o en la adquirida, al brincar al unísono al ritmo de la batería y los bajos, al notar bajo tus pies el sismo provocado por las masas al bailar, o al sentir los sonidos de los instrumentos en armonía, reflexionas que sí, que no hay manera más íntima de trascender que con la música.

La banda llega al clímax de tu canción favorita, el cantante se entrega para transmitir su voz, las grandes bocinas amplifican los acordes que mueven tus fibras nerviosas, y sientes que las lágrimas se agolpan en tus ojos y resbalan por tu rostro mientras de forma inconsciente te entregas al momento, te liberas de todo lo que ocurre alrededor, y sientes que en ese preciso momento podrías caer muerto sin que te importara nada más.

No eres el único. A tu alrededor, decenas o cientos de personas están recordando su primer beso, sus momentos tristes, sus alegrías, y la música los conecta. Todos son un mismo ente, convulso y entrelazado en el recinto que los congrega, en el ritual del trascender colectivo y anónimo que sólo es posible por obra de la música.

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