Glenn Miller



-Después de este programa va a comenzar Chucho el Roto, Toñito.

“…Y ahora vienen Glenn Miller y su Orquesta con Collar de Perlas”.

En la oscuridad, la grabadora sonaba en medio de la cama. Afuera, la tormenta caía, pero el ruido del agua golpeando los techos de las casas y la calle quedaba mitigado por los trombones de la orquesta que sonaba en la radio. Solamente los rayos lograban mezclarse con los compases cuando una interferencia repentina en la transmisión caía al mismo tiempo que el resplandor que iluminaba la habitación, en tinieblas por un apagón provocado por la lluvia.

-Esas orquestas eran chingonas, Toñito. Por ahí tengo uno disco de Glenn Miller y otro de las grandes bandas.

El abuelo estaba del otro lado de la cama, ajustando con hábiles dedos el sintonizador de la radio para mejorar la recepción. Equipada con sus baterías, la grabadora nunca fallaba para alegrar los momentos de contingencia.

-¿Y todavía existen, papá José?

-Huy, Glenn Miller murió hace mucho, en la Segunda Guerra Mundial. Iba con su orquesta a tocarle a los soldados en Francia y su avión se cayó en el mar.

- ¿En serio?

-Sí, y murió joven, tenía 40 años. Pero dejó buena música.

-Ojalá no hubiera ido a Francia, y así pudiera seguir tocando.


Entre relámpagos que se filtraban por la ventana, el niño se imaginó el avión con la orquesta tocando en medio de una tormenta. Cayó un trueno.

-¿Falta mucho para que deje de llover? Preguntó Toño atemorizado.

-Ya casi se quita, pero no te asustes, hijo. Cierra los ojos y haz de cuenta que los truenos son los tambores de la orquesta-, dijo papá José.

Ahora sonaba In The Mood, aunque la presentación del locutor había quedado interferida entre crujidos de la radio, como si las ondas que viajaban por el aire llevando la música hasta la grabadora batallaran en el cielo contra la tormenta.


Toño trató de concentrarse en la música y, con los ojos cerrados, se imaginó que los truenos eran tambores emocionados que se acoplaban realmente con la canción, mientras flashazos de cámaras antiguas encandilaban a los danzantes en un salón enorme, como había visto antes en las películas que le gustaban a su abuelo. La tormenta se llevaba bien con la música, pensó Toño.


-Ya casi va a comenzar Chucho el Roto-, repitió el abuelo después para tranquilizarlo.

El programa era el último de la emisora antes de cerrar sus transmisiones de cada día. Lo pasaban a las 11 de la noche, horario desvelado para Toño que sólo podía permitirse en una noche tormentosa cuando el abuelo era el mejor para calmar sus miedos.

Funcionaba. Entre el vaivén de las trompetas y los bailarines en el gran salón imaginario, el niño comenzaba a quedarse dormido.


En aquel momento, el locutor despidió su programa de las Grandes Bandas y, cuando iba a entrar la radionovela, los sonidos palidecieron de pronto.

-¿Por qué se apagó?- dijo Toño apartado inesperadamente de sus sueños.

-Se le acabaron las pilas, Toñito.

-¿Y ya no vamos a poder escuchar Chucho el Roto?-, dijo el niño entre bostezos.

-No. Pero no te preocupes. Mañana que deje de llover vamos a Tamazula a comprar dos paquetes más, y así no nos lo perdemos la próxima vez.


-¿Mañana? Preguntó Toñito resignado y acomodándose en la cama.


Afuera, la lluvia caía tibia sobre las calles empedradas. La orquesta seguía tocando su jazz entre las nubes, llena de timbales y flashes glamorosos. Toñito podía seguir imaginándolos a pesar del silencio de la radio. Su abuelo lo cobijó mientras se quedaba dormido.


-Mañana-, le dijo.


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