Australia
Yo tenía miedo de alejarme del grupo: los animales salvajes de Australia eran cosa de temer, o al menos así lo pensaba desde mi perspectiva de turista.
De pronto, y de la nada, una tormenta de arena nos obligaba a regresar al jeep.
-Come back!, gritaba mi amigo, y volvíamos a guarecernos bajo el toldo de lona de su vehículo verde seco.
Regresábamos a Aledaida como por arte de magia. Eran cerca de las seis de la tarde y el sol austral reflejaba sus últimos destellos entre los edificios mientras los observaba desde un parque.
Pensé en que por esas horas apenas estaría amaneciendo en Jalisco. Las veintitrés horas de vuelo que me separaban de mi familia al otro lado del mundo me parecieron pasmosas. Y entonces pensé en Los De Afuera.
¿Cómo sentirían la nostalgia aquellos humanos que vivían en otros planetas?
Me invadió una tristeza infinita, sólo comparada con la inmensidad de la galaxia que aquellos hombres y mujeres habían salido a conquistar desde hacía décadas. ¿Cómo sería extrañar a quien amabas cuando la distancia se medía en años luz?
Comencé a llorar. Me cuestioné si algún día sería yo mismo capaz de trasladar mi cuerpo hacia los valles resplandecientes de Éo, las playas moradas de Zeltal o al menos hacia las increíbles ciudades de cristal que habían construido en Europa, tan cerca como lo podía estar de la Tierra un satélite de Júpiter.
Mientras mis lágrimas caían, sentía que fluían no sólo por mí, sino por todos aquellos que lloraban desde otro sector de la Vía Láctea, deseando ver a sus hijos o a sus madres que esperaban en casa mientras ellos sentaban las bases de una civilización interestelar.
Se acercó mi hermana. Se sentó en una banqueta tibia y recosté mi cabeza sobre sus piernas.
Me dijo: -vamos, suelta todo. Libera ese río de pensar.
Me quedé ahí, desahogando la tristeza, una que no era enteramente mía, sino de la humanidad que estaba dispersa a lo largo de la inmensidad.
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