Apofis


-Veía a doña Susana todos los días desde hacía años. No sé cómo le hacía para caber ahí. Ese local si acaso medía medio metro de ancho por uno de largo. La veía siempre que pasaba al trabajo, y de vez en cuando le compraba un cachito-. Elías le tomó un trago más a su cerveza y la saboreó mientras recordaba su ruta cotidiana.

Su parada de lunes a viernes era el metro Normal.


La gente pasaba ensimismada de un lado a otro. Subían escaleras eléctricas, pasaban por torniquetes. Se amontonaban junto a las puertas de seguridad, esperando a que llegara el tren que vomitara a una masa de gente para segundos después deglutir a la que esperaba su llegada. Pero ya no había muertes accidentales o por suicidios: como mantenerse detrás de la línea amarilla ya era imposible, el gobierno reformó todas sus estaciones con altas paredes de cristal en los andenes y puertas que se abrían sistemáticamente con la llegada de cada tren.

En medio de la modernidad, a la entrada de la estación, junto a las taquillas electrónicas, la existencia de un puesto de lotería con una señora como empleada era casi tan extraordinaria como la posibilidad de ganarse un premio en los sorteos que vendía desde hacía años.

-Yo también me la encontraba a veces-, dijo Gladia, regresando a Elías a la realidad. -A pesar de todo seguía vendiendo. Aunque en realidad ya no tenía que trabajar mucho, la gente se atendía sola y compraba sus números de lotería en las pantallas.

-¿Cuándo la desalojaron? -preguntó Daniel.

-La semana pasada cerraron el local. Seguramente pondrán un quiosco electrónico. De todos modos ahí ya estaba lleno de aparatos y de esas máquinas dispensadoras de botanas que se imprimen al momento –ilustró Elías. Jugó con los dedos en el aire, tocando botones invisibles.

-Pues si es así, ya no tenía caso que siguiera vendiendo. Ya era una señora grande, ¿no? Mejor que se dedique a otra cosa. Las tamaleras todavía no han sido reemplazadas por máquinas-,bromeó Daniel.

-A como vamos, no debe faltar mucho-, vaticinó Elías.

Los tres amigos cuarentones se observaban las caras mutuamente, sentados a la mesa del departamento de Elías. En unos altavoces sonaba Yellow, de Coldplay, junto con otros himnos de su juventud que ponían nostálgicos a todos los millennials. Los sensores inteligentes de la radio siempre le daban a cada uno justo lo que quería escuchar en el momento según su estado de ánimo.

-¿Y qué me cuentan?-, dijo Elías para cambiar la conversación. Hablar de la vendedora exiliada lo hacía sentir incómodo, pero no alcanzaba a entender por qué.

-Ah, pues no mucho. Las niñas se quedaron conectadas. Sólo espero que ya se hayan ido a acostar, porque ya es la una de la mañana y mañana van a la secundaria. A veces se quedan dormidas con todo y el visor puesto y tenemos que andarlas desconectando-, dijo Gladia.

-El visor es una maravilla porque ahí ven la tele, toman clases de idiomas y hacen la tarea-, intervino Daniel. -Nos gusta, así están entretenidas y no andan haciendo desmadre en la casa.
Pasó el brazo por detrás de la silla y abrazó de costado a Gladia.

Elías también tenía un visor. Vivir el porno en realidad virtual era la mejor y más útil función para la que se había inventado esa tecnología, aunque todo mundo dijera que sus principales ventajas eran la posibilidad de moverse en sus mundos virtuales, ponerse en medio de las noticias y chatear con cualquier persona sin conflictos del idioma por medio de avatares casi tan reales como dos personas que se miraran frente a frente.

-No, pues muy bien-, dijo mientras le sorbía a su botella de cerveza. No podía adivinar si sus amigos también aprovechaban las bondades de la realidad virtual.

-A veces nos preocupa que pasen demasiado tiempo conectadas-,continuó Gladia. -Los maestros de la escuela dicen que está bien, que ahí están bien entretenidas, y que sus programas de ejercicio incluidos son mejores que los que podrían hacer en la calle, con tantos peligros y contaminación.

Se quedaron un rato en silencio, escuchando la música. Daniel y Gladia miraban distraídamente las decoraciones de la salita del departamento. No era la gran cosa. Tenía un refrigerador anticuado, uno de los primeros modelos que mostraban la comida de su interior por medio de un panel. Y tenía una pared pantalla, de esas que podían pagarse a treinta y seis meses sin intereses y que al instalarse ocupaban la totalidad de un muro.

-Yo no sé si nos estemos volviendo viejos-, dijo Elías para reanudar la plática, -pero a mí me gustaba más jugar en la calle, ensuciarme con lodo, jugar fútbol con los de la cuadra y meternos a la casa cuando nos gritaban que ya era noche-. Por un momento, se vio transportado a su niñez, la última de la humanidad que vivió sin celulares, visores y sin el montón de dispositivos inteligentes que llegaron a invadir todos los recovecos de la vida de las siguientes generaciones.

-Esos eran otros tiempos, Elías-,dijo Daniel. -Los niños de ahora ya nacieron con el chip puesto. Aurora, desde bebé, ya hablaba con su barbi, y el biberón que le compró Gladia nos decía cada cuándo teníamos que darle la fórmula. Y acuérdate de esa vez que el peluche de Jessie le salvó la vida porque nos avisó que estaba dormida boca abajo. La tecnología nos ha ayudado bastante, dijo Daniel.

-Pues sí y no-, dijo Elías, retador. -A ver, ¿qué van a hacer cuando comiencen a traer el año que viene los Uber sin conductor? ¿En qué vas a trabajar, güey?

-Eso no me preocupa. Ya dijeron que nada más se van a poder mover por Polanco y la Roma, porque los mapas de la ciudad no están bien hechos. Ya quisiera ver un Uber robot llevando a un pasajero por la Lagunilla, o por Tláhuac, en hora pico. Que se preocupen en Estados Unidos, con sus ciudades elegantes y mapeadas. Allá puro coche autónomo ya está transitando desde cuándo-, aseguró Daniel.

-Es verdad. Acá hasta se robaron los sensores que supuestamente iban a decirle a los semáforos cada cuándo poner el alto según el tráfico-, dijo Gladia, y se echó a reír.

Elías vio a sus amigos. Parecían pasarla bien con su vida. Se recordó saliendo de la universidad, de donde se conocieron. Todos tenían grandes planes. Gladia quería ser editora de una revista. Daniel y Elías querían tener su propia startup tecnológica. Pero ahí estaban, Daniel como chofer de Uber, y Gladia con trabajos ocasionales de correctora que tomaba desde casa mientras cuidaba a sus hijas. Elías, por su parte, pasaba sus días vendiendo tarjetas electrónicas y seguros en un call center de Citibanamex.

-¿Se acuerdan cuando salimos de la universidad?-, dijo para involucrar a sus amigos en sus ensoñaciones. -¿Por qué era tan fácil soñar en grande?

-Porque éramos jóvenes. Eso les pasa a todos los jóvenes–, dijo Gladia. Se quedaron callados nuevamente, como asimilando las palabras.

-¿Qué nos pasó?-, saltó Elías de pronto. -Éramos la pinche generación del milenio. Los que íbamos a cambiar todo. Los que nos íbamos a comer el mundo.

-Tal vez nos lo comimos muy a prisa-, bromeó Daniel.

-Pero, chingada madre, ¿dónde está la gran vida que nos prometieron?- De repente, Elías se sentía furioso. Seguía pensando en la vendedora del metro. Tenía una ansiedad latente que no lograba apaciguar, y no encontraba mejor manera para desahogarse.

- ¡Míranos!-, gritó. -Endeudados, con trabajos de mierda, con hijos que viven en otro mundo. Esto no es lo que soñamos. Este no es el pinche mundo maravilloso que nos vendieron.

-Güey, cálmate. Ya tomaste demasiado. Estás diciendo pendejadas-, intervino Daniel. Elías se quedó contemplando su botella de cerveza. Ya tenía tres más vacías en la mesa. Tal vez era verdad y había tomado demasiado. Se sentía cansado y mareado. Gladia se removió en la silla, incómoda, y tomó el control de la música.

“Apofis completó su paso por la Tierra este 13 de abril sin posibilidades de colisión, a una distancia de treinta y dos mil kilómetros de nuestro planeta”, comenzó a hablar el altavoz en la estación de las noticias mientras buscaba una música distinta. “El asteroide de 325 metros de diámetro ahora continúa su trayecto por el espacio, aunque la NASA prevé su regreso para 2068, con probabilidades de colisión con la Tierra de tres entre un millón…”. Gladia pasó después a otras estaciones, indiferente, pero no encontró nada que le gustara.

-¿Y si ya nos vamos? Ya es noche-, le dijo a Daniel.

-Sí, tienes razón-, convino su esposo, y apuró el último trago de su botella.

-Gracias por venir-, se despidió Elías. -Vayan con cuidado y salúdenme a las niñas-, les dijo mientras los acompañaba a la puerta. Luego regresó a la sala y apagó la radio.

“Hubiera sido mejor que nos hubiera caído el asteroide encima y se nos acabara todo. A ver quién dominaba el mundo entonces”, divagó. Se tomó una pastilla para evitar la resaca y se acostó a dormir. En cuatro horas tenía que levantarse para ir a trabajar, y ya no quería pensar en vendedoras ni en meteoritos.

Era la hora pico en el metro Normal. La gente borboteaba en todas direcciones. Subían escaleras eléctricas, pasaban por torniquetes. Se amontonaban junto a las puertas de seguridad, distraídas con el contenido audiovisual que se movía fosforescente en los cristales de las paredes de seguridad, y que intercalaba entre anuncios de planes de internet ilimitado para realidad virtual con videos de las canciones del momento, sonsonetes eléctricos que nunca conquistaron el gusto de Elías.

En la entrada de la estación, junto a las taquillas electrónicas, había un nuevo despachador de lotería. Era idéntico al que tenían otras estaciones, una pantalla gigante con un sensor de iris que asignaba aleatoriamente un cachito del Sorteo Magno a todo el que quisiera probar su suerte. En lo que fuera el local de doña Susana ahora había una máquina inteligente que reemplazaba sus servicios, colocada a la izquierda de un nuevo despachador de bebidas.

“Ojalá que sí se dedique a vender tamales, como dijo Daniel”, pensó Elías. “Será eso o buscar un programa de ayuda de gobierno”, caviló mientras subía a la superficie de la ciudad y se encaminaba a su trabajo.

Elías cruzó la México-Tacuba y llegó al edificio del call center. Escaneó su huella y su iris en el checador. Había llegado puntual, aunque no sabía para qué se preocupaba. En la recepción no había nadie que lo reprochara, además de la pantalla con el habitual mensaje de bienvenida.

Su cubículo estaba en el tercer piso. Miró distraído las pantallas táctiles del interior del elevador, informando del clima y la fecha, mientras subía solitario a las oficinas del call center. 14 de abril del 2036. Parcialmente nublado.

La sala medía unos diez metros por lado, pero cuando Elías entró sólo vio a un empleado en un rincón, intentando vender una Citibanamex Clásica Virtual por el teléfono. El año pasado quedaban veinte empleados. La quincena pasada todavía había tres.

“Pinches máquinas”, pensó Elías. Los bots tenían mucha más paciencia con los clientes y siempre parecían leerle el pensamiento a todos con los que hablaban por teléfono. Ventas multiplicadas.

Elías se sentó en su cubículo, que rápidamente reconoció su rostro y activó su cuenta de empleado. Ese día le tocaba vender seguros contra robos digitales de identidad. Mientras se disponía a marcar el primer número de su lista del día, un mensaje apareció en la pantalla. “Citibanamex Recursos Humanos”. Lo abrió.

En la sala semivacía ya no se escuchaban las habituales voces de los empleados. Ahora estaba reemplazado por el silencio, un éter invisible que transmitía oleadas de presentimientos.

Elías pensó en la vendedora de lotería. ¿Qué estaría haciendo Doña Susana?

Cuentito escrito en agosto de 2016.

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