El Midwest


La siguiente es una lista desordenada de eventos y cosas que he visto y experimentado en estos meses de mi vida en Columbia, de mi vida en Missouri, de mi vida en lo que llaman el Midwest, de mi vida en Estados Unidos:

Horas y horas de escuchar congresistas del estado discutir leyes para Missouri. De vez en cuando algún senador diciendo que si por favor un aplauso para su prima que vino que lejos a conocer la Cámara y pasar un día en la capital. O el representante dirigiendo al inicio de cada sesión una oración para que Dios los ilumine al legislar, frente a mi incredulidad inicial estampada de Estado laico que acá no existe.

Yo escribiendo mi número teléfonico y mi nombre para que sirva de apoyo visual al tener que deletrear mi apellido al llamar a alguna fuente para pedir una entrevista. Diciendo ai di ar ai ei en ou con toda la concentración que puedo, especialmente al llegar al ia de Adriano que tanto que confundía al traducir.

Un pueblo llamado Milan pero pronunciado Mailan donde los mexicanos y los africanos son la mitad de la población, y donde se habla más español y francés que inglés. Gente saliendo de trabajar a las 6 de la tarde de una empacadora gigante de carne, un señor mexicano atendiendo su local, lo mismo fondita que farmacia que mini supermercado que recibe semanalmente su mercancía desde Chicago. La existencia de Mexico, Paris, Miami, Washington, Vienna, Iberia, Essex, Houston, New York, Lebanon, todas estas ciudades en Missouri.

Entrevistas con Demócratas tristes al perder las elecciones del estado en noviembre. Entrevistas con congresistas Republicanos que se declaran providas o proarmas al defender una ley local. Banderas Estadounidenses ondeando frente al río Missouri en el mirador de Cooper's Landing, en la camioneta de una persona al pasar, en la cúpula de la universidad, en las oficinas de los congresistas que cubrí en el semestre, en la recámara de mi roomie con el que nomás no pude llevarme bien y del que ahora solo espero que se vaya pronto. 

Incontables iglesias cristianas que ven en los estudiantes internacionales una población a evangelizar. Ofrecen bicicletas y muebles a los que los necesitan, organizan fogatas con bombones, paseos en tractor por el campo, tardes de pesca en un río y picnics en parques, para después invitarte a lecturas de la Biblia. Supongo que el llegar sin amigos, estar lejos de casa y buscando adaptarme a un nuevo país e idioma me convierte en un objetivo vulnerable.

Gente corriendo, gente en bicicleta, gente en patines y gente caminando por las innumerables ciclovías y caminos que rodean el pueblo. Yo preguntándome cuándos ríos existirán en los alrededores después de cruzar el puente número 14 en mi ruta de paseo sobre la bicicleta que me prestaron los cristianos. Pantanos y bosques, pastizales y colonias bonitas de serie gringa en mi trayecto.

Amigas contándome sus peores citas en Tinder. Como la que fue a cenar en Tennesse con un hombre que en media ya le había mostrado orgullosamente su pistola y la foto de su exesposa. O el que pasó toda la noche hablando de su animadversión a las vacunas del Covid. O el hecho de que una gran mayoría de los perfiles sean de hombres posando con un pescado que recién atraparon, un venado que recién cazaron o simplemente con su rifle o arma favorita.

El plan para probar todas las pizzas de Columbia, y los amigos dispuestos a acompañarme. Una tarde en el cinito local donde ponen películas que pondrían en la Cineteca y donde solo caben unas 30 personas. Cervezas artesanales variadas gracias a las distintas fábricas locales, y refrescos de sabores producidos en Missouri.

Todas mis tardes sentado en el pasto junto a las Columnas, solo o acompañado, pero sintiendo que se lo debo al clima después de las semanas de encierro donde todo estaba congelado. La biblioteca que no he aprovechado del todo por la inconveniencia de tener cubrebocas todo el tiempo. El gimnasio que me gusta más ahora que estoy vacunado, la piscina que finalmente abrieron, los amigos que me acompañan a veces.

El trayecto a la esquina del condominio para sacar la basura, ahora caminando sobre pavimento caliente pero en invierno sobre nieve crujiente y 22 grados centígrados bajo cero. Los árboles frondosos que antes estuvieron pelones, y más antes naranjas y cediendo al otoño. El aire húmedo y caliente de junio que me parece imposible frente al viento gélido de hace unos meses, y que agradezco pese a que sobreviví el invierno mejor de lo que esperaba.

Gente de Missouri diciendo que el otoño es hermoso. Gente de Massachusetts o Nueva York diciendo que el de Missouri no es otoño, y luego mostrando fotos de los paisajes en sus estados, con bosques naranjas y rojos y cascadas al fondo.

Amigos de República Domicana, Colombia, Paraguay, Brasil, Ecuador, Egipto, Georgia, Nigeria, Eswatini, España, Kosovo y bueno, Estados Unidos. La magia de comunicarnos en inglés hablantes originales de español, portugués, árabe, francés, georgiano o suazi. La sorpresa de descubrirme cada vez más seguido pensando en inglés, soñando en inglés. Lo sabroso de hablar español cuando me junto con mis amigos latinos. Lo hermoso de encontrar nuevos amigos que comparten mis dudas y miedos. Noches hablando hasta la madrugada frente a una fogata, en la casa de alguno de nosotros o en las Columnas, viendo pasar aviones parpadeantes y contando las estrellas que casi nunca podía ver desde CDMX.

Yo acostumbrado al hábito de hacer tortillas, después de concluir que ninguna pasta o arroz o pan sustituye mi necesidad de carbohidratos predilectos. Yo cocinando frijoles de la olla y tinga de pollo para tener siempre en el refri. Mis amigos llevándome a El Oso, la Fiesta, o Las Margaritas (aunque no sepan pronunciar y digan mejor Las Margs) para que les dé mi veredicto sobre si sus tacos, tamales y otros platillos son digna comida mexicana. Los tamales de El Oso están ricos pero les echan una salsa rara encima, los chilaquiles de Las Margs no pican pero están bien, y los burritos de cochinita de La Fiesta están sabrosos aunque por alguna razón decidan envolverlos en queso derretido. Los 7 kilos que aumenté desde julio pasado.

Autobuses baratos pero con pésimo servicio que pueden llegar 2 o 20 horas tarde. Una estación en una gasolinera alejada de todo. Trayectos de 11 horas hasta Chicago, aunque deberían ser solo 5. Las amigas con quienes esperé el autobús a mitad de la noche varados en una central fea en Indianápolis. Trenes muy bonitos para conectar muchas ciudades en la región, pero que por alguna razón no tienen estación en Columbia. El aeropuerto más chiquito que he visto, pero que sirve para ir a Dallas, a Chicago y a un par de ciudades más si tienes el presupuesto o encuentras una oferta decente. La necesidad de tener un coche si quieres moverte libremente por las ciudades desparramadas y construidas más para los autos que para los transéuntes, más para las casas con grandes terrenos que para un transporte público que te conecte fácilmente.

Bares y restaurantes que operan de nuevo como antes de la pandemia. La promesa de mis amigos de que la ciudad se pondrá más interesante. Sindrome del impostor que llega de vez en cuando y se queda por varios días, haciéndome dudar de todas mis decisiones y mis capacidades. Esperanzas de que el siguiente semestre será mejor que el anterior, de que el inglés será más fácil que en el anterior, de que la tesis tendrá más páginas hechas que en el anterior, de que viviré con una nueva roomie que me caerá mejor que el anterior.

Yo escuchando en otoño pasado las noticias de mi mamá enferma, de mi mamá en el hospital, de mi mamá grave, de mi mamá al morir. Siguiendo el velorio por Facebook Live, participando en el duelo por videollamada de WhatsApp. Yo esta primavera escuchando por teléfono noticias de mi papá enfermo, de mi tía cayendo por las escaleras y fracturándose una pierna, de sus meses en cama. Escuchando por teléfono y sintiendo que vivo dos vidas: la del Pepe que está físicamente en Columbia y la que transcurre sin mí, con la repentina urgencia de querer estar en casa ayudando pero solo hacer presencia telefónica, escuchando historias desde lejos, participando pero sin hacer nada, siendo recordado de que hay otra vida donde hay necesidad, sobre la salud es frágil y los padres envejecen.

Yo extrañando a los amigos con quienes viví 4 años. Extrañando a Germán y las noches jugando Smash. Haciendo videollamadas con él y con Lalo y con Jimena y con Julio y con Majo y con otros amigos. Extrañando a Marquito y los meses que pasamos juntos al inicio de la cuarentena. Intentando sortear nuestro noviazgo distancia a veces muy bien y a veces con dudas y miedos. Yo a veces con planes certeros para el futuro, a veces sin tener ni idea de lo que será o haré o ni siquiera en dónde viviré.

Yo emputado de descubrirme haciendo las preguntas más clichés y predecibles: ¿Así se siente ser migrante? ¿A eso se refieren las canciones de los que se van a perseguir "el sueño americano"? ¿Así se siente estar estudiando o trabajando en otro país? ¿Así se siente tener el cuerpo en Estados Unidos y el corazón en tu pueblo? El emputamiento viene por muchas razones. En primera por caer en el esterotipo del migrante nostálgico, en segunda por débil, cuando estoy en el privilegio de estudiar y no pegando azulejos en una casa o recibiendo insultos racistas en un invernadero, a la espera de que llegue ICE y me deporte. Y en tercera al recordarme que que no soy el primero ni el único en pasar por esto. En este país hay millones más como yo: estudiantes, sí, pero también migrantes, hombres, mujeres, niños, luchando por sobrevir todos los días. 

Y así es esto de la vida en el Midwest. O al menos de mi vida en este primer año en el Midwest.

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