Las brujas

Camino a la vieja planta de luz, con sándwiches en la mochila y jugos de uva para los dos, Manuel le preguntó a Javier que si era cierto que las brujas volaban.

“Sí vuelan, pero cuando lo hacen se transforman en bolas de luz”, dijo Javier. “En noviembre, cuando empieza el corte, puedes ver cómo salen volando entre el tizne de las parcelas. Se la viven entre las cañas, pero las agarran desprevenidas cuando comienza la quema y si no se ponen listas, se queman con todo y todo”.


Manuel había visto la lluvia de tizne muchas veces, pero nunca a ninguna bruja pasar. Los campesinos quemaban sus parcelas de caña de azúcar cada año. A veces, desde la azotea de su casa a orillas del pueblo, alcanzaba a ver el proceso: fuego que iniciaba en una partecita del campo se volvía de pronto en un incendio voraz que tenía olor y sonido. Olía a dulce quemado; se escuchaba como la leña al arder. Pero con eco. Eso quizá era por la distancia.


Después venía el tizne. El humaral del fuego controlado subía hasta las alturas y minutos después comenzaban a caer espirales de tizne de caña, serpentinas negras que se desbaratan al tocarlas, dejan las manos mugrosas y saben a quemadito. A la mañana siguiente, las señoras tenían mucho qué barrer de sus banquetas, las calles tapizadas como si fueran pétalos de flor. Pero nadie se quejaba, porque significaba que había trabajo para la gente de Santa Cruz.


“Se van volando pa’l cerro, y no vuelven a bajar hasta que se acaba la zafra. Si quieres ver a las brujas, tiene que ser cuando empiece la quema”. 


Con shorts largos y playera de las Chivas, Javier marcaba el paso por el sendero. Era septiembre, el verano acababa de pasar con sus aguaceros húmedos y pesados, y todo era verde a su alrededor. El camino a La Planta era una hora de caminata donde lo último que se alcanzaba a devisar del pueblo antes de desaparecer a la distancia era la punta de la torre de la iglesia. Hombres y mujeres del pasado habían abierto sendero entre el monte hasta descubrir el punto donde caía la cascada, fuerza del agua que lograron aprovechar. El edificio antiguo y rojo todavia daba servicio generando electricidad para el Ingenio, todo el pueblo ligado de una forma o de otra a la producción de azúcar, aunque la fábrica estuviera hasta Tamazula. 


Para Manuel, las visitas de su hermano eran sus momentos favoritos del año. Llegaba de Guadalajara cada tres o cuatro meses, siempre con un regalo para él. La capital del estado podría haber sido la sede de la universidad, pero para Manuel solo importaba que era donde quedaba San Juan de Dios y sus locales interminables donde podías comprar cualquier cosa. Esta vez Javier le había traido un tetris portátil: 99 GAMES IN ONE, decía con letras amarillas sobre plástico gris. 


“Este es de adelanto por tus 11 años”, le dijo. “Lo cuidas”.


Llegaron a la cascada como a las cinco. Primero pasabas por La Planta y le pedías permiso a don Chuy: el acceso a la cascada era por un lado del edificio. Luego seguías un camino angosto por unos diez minutos. Había piedras, y ramas que te podían picar un ojo si no tenías cuidado, Manuel lo sabía por experiencia. Pero ya se escuchaba el agua, y el río corría unos veinte metros abajo, al terminar la ladera empinada que tenían a su izquierda.


El camino terminaba tras girar en una formación rocosa. Abruptamente se develaba el salto de agua, visión fantástica que aparecía de la nada: agua cayendo desde unos treinta metros de altura con un sonido atronador pero hipnotizante. El laguito formado por la cascada estaba rodeado de paredes altísimas de roca. Imaginarse cómo era que se había formado ese lugar era el mayor misterio para Manuel. Era una más de las vistas reales pero sobrenaturales que podía ofrecer el pueblo. Como el tizne negro cayendo. Como las brujas volando en noviembre.


Comieron sándwiches sentados en una piedra. Tomaron jugo de uva que les pintó la lengua morada. Se bañaron en el agua fría y clara. Cuando emprendían el camino de vuelta, Manuel se aseguraba de tener los ojos bien abiertos, su mente haciendo un esfuerzo consciente de guardar ese día en su memoria.


“¿Cuándo me traerás de nuevo?”, preguntó a Javier.


El sol extendía un manto naranja y violeta desde un extremo al otro del horizonte. Al comenzar a ocultarse tras el Nevado, la silueta de la montaña se proyectaba en el cielo, un triángulo de sombra gigante rodeado de un resplandor. La torre de la iglesia se alcanzaba a ver de nuevo, la cruz de neón ya encendida anticipándose a la oscuridad.


“Pa’ la otra vez que venga”, le dijo.


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