Algún día
Algún día, cuando ya no me duela, voy a poder contar cómo fueron nuestros últimos meses juntos.
Cuando la vida me regresó a casa el mero día de mi cumpleaños número 31 y usted salió a recibirme. Se veía más flaquita, más arrugada, pero igual de hermosa. Mi cerebro hizo el ajuste mental tras 20 meses seguidos sin verla, el mayor tiempo seguido que hayamos pasado separados, la espera que hizo que cada día sin volver se sintiera eterna. Le ofrendé mi nuevo título universario y usted me pagó con pozole y pastel. Estaba en casa.
Contaré de cómo los siguientes meses fuimos roomies. Pero en la habitación éramos usted, Chatita y una máquina azul que no conocía. Cada 5.4 segundos la máquina inhalaba y exhalaba de forma artificial, concentrador de oxígeno que desde hacía varios meses le daba soporte a sus pulmones. Voy a contar cómo, a pesar de todo, tratamos de recuperar el tiempo de ausencia. Como en las mañanas en la cocina haciendo corundas. En las tardes en la sala jugando damas chinas. En las noches viendo películas. En todos los momentos que nos vivimos y acompañamos. En la confianza desarrollada por más de 25 años. En la complicidad y entendimiento que no creo encontrar con nadie más.
Voy a contar con una sonrisa la vez que celebramos su cumpleaños 71 con mi abuelo y los primos, con mi Mamá María y mi tía Licho. Recordaré que en retrospectiva fue la última vez que tuvimos algo parecido a una fiesta en la casa. Hubo canciones del Buki y de la Sonora Dinamita, pastel y fotos juntos. La dicha de ese 18 de octubre que no se repetirá jamás. Porque después de eso vinieron los meses oscuros. Cuando ya no podía levantarse de su cama sin sentir que se ahogaba. La fibrosis pulmonar avanzando pese a medicamentos y doctores. El concentrador, que comenzó como terapia de apoyo, se convirtió poco a poco en un aparato indispensable. Mientras tanto yo me salía al gimnasio por las noches para practicar el arte de quedar exhausto por gusto propio, súbitamente culpable del regalo de mi respiración.
Algún día voy a poder contar de cuando recibimos el 2024 juntos, tras ver las campanadas en el especial de la tele. Que nos dimos un abrazo de media noche donde mi mayor deseo era que pudiera recibir muchos años más a su lado. Que nos agradecimos por estar el uno para el otro. Fue una noche feliz, pero no sabía que las semanas siguentes serían las últimas que compartiríamos.
Y así, algún día, cuando ya no me duela, voy a poder contar cómo fueron nuestras últimas horas juntos.
De la insuficiencia del oxígeno en casa, de sus manitas moradas, de la llamada a la ambulancia, del camino al hospital, del diagnóstico de los médicos y su pronóstico aciago. De su decisión valiente y consciente cuando le pregunté si quería ser intubada o simplemente estar en cama con apoyo vital. De la espera junto a su cama, del grupo familiar de whatsapp pidiendo a todos alguna frase que quisieran mandar de apoyo o de despedida. De la esperanza de que la atención médica revirtiera el pesar que nos rodeaba, de que me la regresaran sana y salva a casa al amanecer. De esa noche del 10 de febrero que pronto dio paso al 11. De cuando le dije "la quiero mucho, preciosita", y su respuesta que recordaré por siempre: "Y yo a ti, no te imaginas cuánto".
Voy a contar de su sueño tranquilo por unas horas hasta que comenzó el final. Cuando vino el doctor para decir que su corazón ya no daba más. Cuando tomé su mano y le empecé a hablar bonito. Le dije que gracias por haber sido mi Ma’ Linda por todos estos años, que ya podía descansar, que yo me iba a encargar de todo. Que la quería mucho, que fue la mejor. Lo hice y me aguanté el llanto, porque quería que supiera que todo iba a estar bien. Y me quedé sosteniendo su mano, nuestros dedos entrelazados, pero los suyos morados y fríos. Alcancé a contar tres, cuatro exhalaciones. Largas, pausadas, y quiero pensar que en paz. Vi mi reloj. 3:33 a.m. Regresé la vista a sus manos, pero ya no estaban moradas, sino que habían vuelto a su color habitual.
Voy a contar cuando llegó la enfermera a tomarle el pulso por todos lados, haciendo como que quería escuchar algo que yo sabía que ya no estaba. Cuando le pregunté a la enfermera "¿ya se me fue, verdad?", y después de unos segundos asintió dos veces, casi sin mover la cabeza. Cuando me dieron un momento a solas donde aproveché para darle besitos en la frente y en los cachetes, para abrazarla y olerla, para decirle de nuevo que la quería muchísimo. Su rostro en paz, su cuerpo por fin liberado del esfuerzo de llevar el oxígeno a todos sus confines y falanges, liberado del peso del dolor y de las enfermedades que cargó. Voy a contar cómo en ese momento sentí que no había otra persona en el mundo que usted hubiera querido que estuviera ahí más que yo. Que así como fui testigo de su vida, también estuve ahí para verla morir.
También voy a contar de la noche anterior. De cuando estaba yo mirando desde el balcón hacia la calle, mientras caían hileras de tizne de caña, y a lo lejos se veía el resplandor rojizo de donde alguien quemaba una parcela. Voy a contar cómo me quedé observando esa escena, de una calma absoluta, donde lo único que escuchaba era algo parecido a suspiros, casi imperceptibles, del tizne al aterrizar en el suelo o al chocar unos con otros. Yo veía e intentaba absorberlo todo, mientras usted dormía dentro de su cuarto a oscuras, ajena a lo que se desarrollaba afuera, sumida en sus propios suspiros igualmente imperceptibles, el concentrador de oxígeno al tope de su capacidad. Voy a contar como en medio del cielo negro y rojo, con la luz blanca y fría de la calle al fondo y de la paz que emanaba el momento, caí secretamente en cuenta que pronto vendría el final. Voy a contar de la aceptación que me llegó en ese momento y que me anestesió por todas las horas siguientes.
Algún día voy a poder contarlo y ya no voy a llorar. Cuando ya no duela. Pero todavía no.
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